viernes, 5 de enero de 2018

La chica que se enamora todos los lunes.

A veces es difícil entender en qué momento de tu vida estás.
Como cuando es domingo y solo "existes" en el domingo. Serie tras serie, dormir, despertar, comer y  nuevamente dormir.  No puedo negarlo,  a veces tengo grandes impulsos: quiero alimentar mi mente con buena poesía, mis oídos con buena música y mi alma con meditación. Sin embargo, el único impulso que  logro seguir es el de alimentar mi estómago cada 4 horas y es simple supervivencia. 

Casi nada me sorprende,  me apasiona o me excita cuando es domingo. Ni siquiera un plano cerrado del beso de dos amantes  que se despiden bajo la lluvia de  las típicas películas de Woody Allen. 
A menos que yo sea la protagonista y sea lunes, claro. He ahí la excepción.

Soy una chica, hoy es lunes y  me voy a enamorar.

Despierto y como es típico del amor cuando esta cerca, siento miedo de todo... hasta que llega.

Por el espacio que dejan mis pestañas al abrir los ojos entra una luz cegadora, siento que estoy camino a la muerte por unos segundos, hasta que recuerdo que tengo una gran ventana  sin cortinas frente a mi cama. (Mierda, otro pendiente que no logro concretar. “Comprar cortinas”, anoto en mi libreta.)
El año pasado pinté  el techo de mi cuarto, me inspire en Frida Kahlo y lo llene todo de flores. A veces me asustan, parecen arañas de patas gigantes, enredadas entre ellas, luchando por saltar a mi cara.
Me elevo rápidamente y  siento un mareo como de costumbre. Dicen que es porque no me hidrato bien. Debe ser cierto, porque no me interesa en lo absoluto la ingesta de bebidas que no sean una buena cerveza helada.(Sin embargo, no puedo comenzar la semana bebiendo alcohol, podría ser peligroso para mis capacidades de enamoramiento.)

De pronto en un pestañeo, aparezco en el metro. Pretendo leer un poemario al que no le recuerdo ni el nombre. Una pareja frente a mi pelea. (Muy temprano para discutir). Parecen ebrios de la rabia. (Ebria, como debería estar yo con toda esta sed encima.) Ella tiene el cabello oscuro, mojado y me mira. (Quizá nota que no me he bañado, por lo menos no como ella). Evito mirar al hombre con el que discute, pues sé que no es el indicado para enamorarme hoy. Sus ojos se clavan en mi. Me asustan. Salgo disparada.

Camino sin sentido por las calles de la avenida principal, hoy  la gente parece menos ensimismada, muchos rostros sonrientes. (Contradictorio, se supone que es lunes, primer día de trabajo para muchos, y normalmente nadie quiere  enamorarse.)
Reviso mi bolso: un pedazo de papel higiénico, dos caramelos de menta, llaves, un billete y  un pintalabios rojo. (¿Hace cuánto tiempo no me veo la cara en un espejo?).
De pronto, la ansiedad por ver mi rostro empieza a consumirme, casi como si hubiera olvidado la esencia de mi mirada o  la forma que dibujan mis labios al sonreír. Siento miedo. Corro buscando alguna vitrina o parabrisas donde verme. Me pinto los labios lento.
Desde  el reflejo del vidrio logro ver una sombra borrosa y mi pecho se hunde un poquito porque empiezo imaginar...

Ahí esta, el hombre del que me voy a enamorar hoy, lunes.
                        (Ya no tengo miedo)

Aaron camina cerca de mi y acomoda mi cabello  detrás de mis orejas suavemente.
Él, con toda esa capacidad de aparentar nada, es suficientemente atractivo.
Me lleva a ver una  exposición en el museo central. 
Yo asiento con la cabeza a todo lo que él propone.
Es como un arcángel caído que satisface las necesidades que ni yo misma descubro que tengo. 
Me hace feliz.
Nos hemos quedado horas observando la pintura principal, mientras me comenta, con ese acento cálido que tiene, sobre las múltiples dimensiones que pueden estar coexistiendo en nuestro universo.
Me gusta la profundidad de su mente.
Le da play a una canción acústica, y la escuchamos a través del conector múltiple de audífonos que acaba de comprar para la ocasión. 
Aparecemos en un bosque, no muy lejos de la ciudad, mirando las estrellas y no tengo frío, hace el clima perfecto.
Me mira a los ojos de cerca, y jugamos a los cíclopes como Cortázar. 
Me recita el capítulo siete de Rayuela, sin que yo se lo pida. 
Dibuja mis cejas con las yemas de sus dedos y siento su respiración lenta, pero larga sobre mis pestañas que se mueven.
Su cuerpo completo me besa sin tocarme y aparece esa electricidad que me hace lagrimear sonriendo ligero.
La cena se ha enfriado y estoy indignada por su tardanza, abre la puerta, se queda ahí, estático, sin gesto, y cuando capta mi atención, sonríe contagiosamente hasta hacerme caer en él. 
No hace falta hablar, volvemos una y otra vez a ser dos cíclopes que mueren por besarse y a la vez disfrutan de no hacerlo.
Sudamos bailando en un sótano underground en el que tocan viejas bandas de rock.
Viajamos a múltiples realidades entre el alcohol y la demencia. 
Reímos de lo mugrosos que acaban nuestros zapatos blancos.
Y nos tumbamos en el pavimento seco, como lluvia que cae, a revolucionar nuestros sentidos y abrazarnos. 
Jugamos a recorrer el camino de nuestras venas con la lengua, hasta ahogarnos en la tina de burbujas y contarnos historias inventadas, que nunca acaban porque uno interrumpe al otro.
Al dormir solo disfrutamos de tocarnos, alguna parte del cuerpo, para saber que estamos ahí: 
los pies, por ejemplo.


(...y...)
(...es martes...)






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